Acabo de volver de un viaje a Casablanca de dos días, y lo hago con la sensación de no haber visto casi nada, preguntándome: ¿cuántas Casablancas hay en Casablanca?
Está la Casablanca de los muecines y quienes atienden a sus cinco llamadas a la oración diarias de manera escrupulosa, pero también la Casablanca del glamour y los bolsos Louis Vuitton escoltando unas piernas de vértigo. Tenemos la Casablanca de los zocos tradicionales y la del centro comercial más grande de África; la de los edificios coloniales de estilo art déco y la del chabolismo del barrio de los pescadores. Está la Casablanca cosmopolita de las terrazas más chic y las clínicas de estética, pero también la de la mayor escuela coránica de Marruecos.



Hay una Casablanca de palacios pertenecientes a reyes y príncipes –en concreto a las dinastías alauita y saudita–, y hay una Casablanca de cartón piedra más allá de las paredes del Rick’s Cafe, que homenajea a unas leyendas de Hollywood que nunca llegaron a pisar las calles de la ciudad.
Existe una Casablanca de tráfico denso y caótico, y una Casablanca de burros porteadores de cachivaches que vender en los zocos; una Casablanca de parques públicos exuberantes y otra que soporta con parsimonia las embestidas del Océano Atlántico en su paseo marítimo. Es esta la Casablanca de los edificios derruidos por doquier y la de la magnífica mezquita de Hassan II, y por si preferimos obviar los edificios ruinosos –que en todas partes los hay–, entonces aparece como contrapunto la llamativa catedral cristiana del Sacré Coeur.


Tenemos la Casablanca que habla francés y la que habla árabe, la que se tapa con un velo hasta los ojos o se deja la barba de chivo, pero también la que se anuda la corbata y la que abre el pub a partir de las 0.30h. Está la Casablanca de las olivas con especias, los dátiles y el tradicional té marroquí, pero que no quiere renunciar al delicioso coulant rellenó de chocolate líquido de postre.


Existe una Casablanca de 4 millones de habitantes con otros tantos vehículos, pero sólo unos pocos cientos de semáforos; una metrópoli que es la capital financiera del país (se dice que Casablanca genera un 80% de las riquezas de Marruecos) pero que sin embargo financia sus grandes obras en La Corniche o el nuevo barrio de rascacielos a través de fondos procedentes de los Emiratos Árabes. Ahí está también la ciudad de restaurantes de nombre francés pero de propietarios españoles, y la Casablanca del Instituto Americano que imparte clases de inglés, pero que tiene cerca una embajada norteamericana fortificada hasta los dientes.



Incluso Casablanca es la ciudad en que amanece diluviando, se desayuna con sol radiante y se toma el aperitivo bajo un cielo de nuevo amenazante. Es la urbe en que todos los edificios se han de pintar de blanco, pero éste acaba siendo un blanco que conoce millones de tonos y matices.

Tras mi primera visita, vuelvo de Casablanca con la única certeza posible: se trata de una ciudad de contradicciones y contrastes, los ves en las vestimentas y en las caras de la gente, en las calles y en las fachadas de los edificios, los tientas a cada paso y los respiras en cada bocanada de aire, los sientes cada minuto que pasas en ella. Y por ello, Casablanca es simplemente fascinante.
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Este post ha sido posible gracias a la inestimable colaboración de Air Arabia y Hoteles Barceló. Air Arabia conecta Barcelona y Casablanca con una muy buena relación calidad/precio, podéis contactar con ellos en el telf. 902053765. Para la estancia os aconsejo el Hotel Barceló Casablanca, en el céntrico Boulevard d’Anfa, 139. Es donde estuve alojado, y ofrecen un servicio y una localización espléndidos (telf.: +212 522208000 – email: casablanca@barcelo.com).
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