Los viajes que hay en mí

Los viajes que hay en mí

Los viajes me permiten observar vidas que no viviré, contemplar lugares que muy probablemente jamás volveré a pisar. La percepción del paso del tiempo se hace más intensa, y sé que los momentos no se repetirán, pero de algún modo soy más consciente de ello cuando estoy viajando. Los viajes me dan pie a la reflexión y a observar mi reacción ante el mundo, un lugar ajeno a mi ser que expande mis horizontes y que me hace sentir vivo. Estoy seguro de que no soy el único al que le sucede.

Platón dijo una vez que «la vida no vivida conscientemente, no merece ser vivida». Sin ser tan drásticos, muchos simpatizaremos con semejante afirmación; lo contrario parece una pérdida inútil, un insoportable desperdicio de oportunidades y de tiempo, la cobardía de no sentir, y de no aportar. Todos deberíamos tener la posibilidad de explorar, de escapar en ocasiones de nuestros pequeños mundos encorsetados y repletos de seguridades y rutinas, de aspectos familiares –muchas veces maravillosos–; de mirar desde una cierta distancia y percibir el paso del tiempo, de nuestra propia vida. Deberíamos concedernos estas ventanas a la contemplación y a la reflexión más íntimas, que nos ponen en contacto con nuestro yo verdadero, ese ser desnudo y confuso que no conoce mucho de sí mismo ni entiende porqué está en este mundo, el único que nos podría susurrar cuáles son nuestros objetivos vitales, aquellas cosas que realmente valen la pena, por pocas e insignificantes que puedan parecer. El viaje, solo o en compañía, es para mí muchas veces una oportunidad de asomarme a estos pensamientos que no están accesibles en el día a día –¡pobres!–, es como si el estar más atento al mundo exterior conectara con el de más adentro.

Si creyera en algún Dios también pensaría que es nuestra alma, cada vez más acallada e ignorada por culpa del ruido y del ritmo frenético de nuestro tiempo, la que guarda las esencias de la vida de cada uno. El problema es que hay tantos dioses en los que creer y todos nacen de la necesidad del ser humano por responder a la misma pregunta, pero vienen con las reglas arbitrarias de aquellos que los imaginaron… Así que no creo, ni me atrevo a aventurar dónde se guarda nuestro yo más puro. Aun así, da mucho respeto asomarse adentro de uno, puesto que nos recuerda dolorosamente que no tenemos las respuestas ni las tendremos, que no sabemos realmente nada salvo que anhelamos que nos quieran, y que tenemos las horas contadas.

Los viajes son pues una excusa para concederme ese tiempo en que mirar a mi alrededor con los ojos más atentos, para respirar algo más profundo y observar las infinitas tonalidades de una luz que dibuja y transforma el mundo a medida que transcurren las horas de esos días de agenda más laxa en los que descubro paisajes y gentes nunca vistos por mí, aunque sea porque no los había mirado antes con los mismos ojos –sí, un destino se puede y se ha de visitar incontables veces–. Da igual que disponga de una luz igual o más maravillosa en mi propia casa, la cuestión es que me es muy difícil pararme a contemplarla.

Tantas gentes que no volveré a ver, tantas caras que se han repetido miles de veces a lo largo de la historia –como la mía–, pero con otras personalidades y en otras circunstancias; somos muchos seres o somos uno solo, nadie lo sabe. Por ello, viajar también es para mí el placer de observar el trasiego de la gente ensimismada en sus cosas cotidianas, como si me hiciera olvidar por un momento que yo también vivo una vida marcada por rutinas y reglas, y quizá por ello consigo empatizar al ver que esas vidas no son tan diferentes de la mía, no en lo esencial. Esto me acerca un poco más a los demás aun desde la perspectiva del observador ajeno que desaparecerá del lugar en unas pocas horas o días.

Hace poco leí que la noche más perfecta y estrellada sólo puede mostrarnos el 0.1% de la Vía Láctea, que a su vez es como un microbio a escala universal; que por cada grano de arena que hay sumando todas las playas del mundo, por cada uno de ellos existen 10.000 planetas en el Universo, y que siendo extremadamente conservadores, cada uno de esos insignificantes granos de arena equivalen a su vez a 100 planetas semejantes a nuestra Tierra. ¡Imaginaros la de mundos y viajes que hay ahí fuera! Y sin embargo, sólo con nuestro mundo tenemos ya la posibilidad de emprender un número infinito de viajes. Nunca he sido de los que cuentan el número de países que han visitado como medida de lo buenos viajeros que son: me parece una tontería, una chiquillada. Considero que los viajes no se contabilizan por banderas, idiomas, costumbres o tipos de monedas distintos con los que se ha lidiado, tampoco por lo exótico de los destinos que se ha visitado. Hay infinitos viajes cerca de casa como los hay en las antípodas, y cada viaje es especial porque tiene al menos tres protagonistas que nunca se repiten: el destino, el tiempo y uno mismo.

Me considero una persona introvertida: estar con otros me gusta y me motiva, pero al mismo tiempo me va restando energías que sólo puedo recargar cuando me encuentro solo conmigo mismo. Es lo contrario que le sucede a alguien extrovertido, quien se alimenta y necesita de la compañía y la atención de los demás, pues la interacción es su fuente principal de energía. Quizá también por eso me gusta tanto viajar, por una curiosidad insaciable y una necesidad permanente de descubrir, de observar, de comprender antes de interactuar. También de sorprenderme. O puede que sea por esa sensación de vida suspendida tan real entonces como ficticia después, que hace que cuando vuelvo a mi rutina diaria sienta que hayan pasado años y no días desde que tuve el privilegio de encontrarme de viaje. Es como si el recuerdo de ese tiempo y ese lugar pertenecieran a otro plano de mi vida. Quizá sea eso exactamente lo que suceda.

Si viviera los viajes y no escribiera sobre ellos, si no los contara –al menos en parte–, si no me obligará a ejercitar mi memoria y revivirlos a través de las letras y la fotografía estoy convencido de que los sentiría con menos intensidad y su recuerdo sería más tenue y pasajero. Mucho más de lo que ya lo es, de lo que uno es.

#reflexiones

Publicado por Manuel Aguilar

"Viajar es uno de los mejores caminos para encontrarse a uno mismo."
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